A merced de la galvana que
apenas tiene fuerzas para entreabrir la curiosidad, semicerrados los
ojos, indolente el ánimo, bajo la canícula que aprieta y aplasta
...
Bajo el hechizo de la
evocación que se resiste a desvanecer, en el tiempo añejo de las
eras venteadas, tras la labor hecha, limpias y despejadas, incluso
antes de que amenazasen las tormentas del verano que agosta, preñadas
de relámpagos que deslumbraban la lejanía, de truenos y nubadas que
sobrecogen, mientras se afianza el sopor de la galvana tras el
esfuerzo ciclópeo, o a favor de la indolencia que va abriéndose
paso, a tenor de la querencia instalada en la fatiga de los
labradores eternos, de las mujeres aplicadas a la tarea diaria, del
devenir cansino de los días que iban tachándose en el calendario de
la temporada vencida, a la espera de la celebración mayor del día
de la Virgen, a punto de vencerse el verano, y del día de Acción de
gracias por la cosecha guarecida en los graneros y silos, con la paja
nueva, la panoja y la hoja del maíz ya todo muy seco, ya todo muy
mullido para preparar las camas en los establos para los animales, y
también para rellenar los colchones, a la par que avanza la galvana,
consentida y abrazada a la duermevela que iba apoderándose del
caserío que guardaba silencio, bajo la canícula inclemente.
Al pairo de la luz glauca,
intensa y silente, al atardecer de los vuelos de vértigos de
vencejos y golondrinas, mientras se aceptaba el relajo al pie de la
casa propia, sobre el banco de piedra, dejándose molestar por las
tenaces moscas, rendidos, sin resistirse a dar una cabezadita, a
merced de la galvana que uno pasaba por alto, de niño veraneante,
sin saber parar un momento, correteando las callejas vacías en
busca de sus amigos de infantiles pillerías.
Al tanto del monocorde eco
de las esquilas regresando a los rediles próximos al pueblo,
mientras repicaba el campanil de la ermita de la Divina Pastora y uno
sabía que el declive ya era definitivo, imparable y el sol ya se iba
sin ruido tras la loma cenicienta y tenue, cuando la apacible calma
de una jornada más vencida y gozada iba desperezando a los
lugareños, sin sobresaltos, regresando tras una tarde apelmazada de
calor y galvana a las tareas de la incipiente noche, escuchando los
balidos agradecidos de las ovejas y cabras que iban siendo
ordeñadas, mientras, tímidamente, algunas chimeneas empezaban a
echar estelas de humo cano, al socaire de los pucheros en los que
iban caldeándose las sopas de ajo, tan humildes, tan contundentes.
Mientras uno, muy niño
entonces, se recogía frente a alguna abuela para escuchar historias
de sacamantecas, de lechuzas que vigilaban las contraventanas que
quedasen abiertas, de culebras que rondaban los pesebres intentando
llegar a amamantarse de las ubres que rezumasen la miel de sus
leches, mientras uno ya iba deseando recogerse en la casa, junto a
sus abuelos, al rescoldo del fuego bajo de la cocina antigua,
requemada y acogedora, dejándose vencer por el sueño que aparecía
tan inmaculado, tan inocente ...
Y la luna se dejaba
entrever, y la galvana ya había quedado al margen para el día
siguiente, y uno repetía las oraciones enseñadas por su madre, por
si acaso, mientras cerraba los ojos de niño, bajo el embozo
almidonado, escuchando el aleteo continuo del cierzo recién
levantado que anunciaría el declive invencible del verano que
callaba y se dejaba iluminar por una bóveda de infinitas estrellas,
en el páramo castellano, cuando yo era niño y aún no sabía de la
galvana.
Torre del Mar julio –
2.017