viernes, 21 de julio de 2017

La galvana



A merced de la galvana que apenas tiene fuerzas para entreabrir la curiosidad, semicerrados los ojos, indolente el ánimo, bajo la canícula que aprieta y aplasta ...
Bajo el hechizo de la evocación que se resiste a desvanecer, en el tiempo añejo de las eras venteadas, tras la labor hecha, limpias y despejadas, incluso antes de que amenazasen las tormentas del verano que agosta, preñadas de relámpagos que deslumbraban la lejanía, de truenos y nubadas que sobrecogen, mientras se afianza el sopor de la galvana tras el esfuerzo ciclópeo, o a favor de la indolencia que va abriéndose paso, a tenor de la querencia instalada en la fatiga de los labradores eternos, de las mujeres aplicadas a la tarea diaria, del devenir cansino de los días que iban tachándose en el calendario de la temporada vencida, a la espera de la celebración mayor del día de la Virgen, a punto de vencerse el verano, y del día de Acción de gracias por la cosecha guarecida en los graneros y silos, con la paja nueva, la panoja y la hoja del maíz ya todo muy seco, ya todo muy mullido para preparar las camas en los establos para los animales, y también para rellenar los colchones, a la par que avanza la galvana, consentida y abrazada a la duermevela que iba apoderándose del caserío que guardaba silencio, bajo la canícula inclemente.
Al pairo de la luz glauca, intensa y silente, al atardecer de los vuelos de vértigos de vencejos y golondrinas, mientras se aceptaba el relajo al pie de la casa propia, sobre el banco de piedra, dejándose molestar por las tenaces moscas, rendidos, sin resistirse a dar una cabezadita, a merced de la galvana que uno pasaba por alto, de niño veraneante, sin saber parar un momento, correteando las callejas vacías en busca de sus amigos de infantiles pillerías.
Al tanto del monocorde eco de las esquilas regresando a los rediles próximos al pueblo, mientras repicaba el campanil de la ermita de la Divina Pastora y uno sabía que el declive ya era definitivo, imparable y el sol ya se iba sin ruido tras la loma cenicienta y tenue, cuando la apacible calma de una jornada más vencida y gozada iba desperezando a los lugareños, sin sobresaltos, regresando tras una tarde apelmazada de calor y galvana a las tareas de la incipiente noche, escuchando los balidos agradecidos de las ovejas y cabras que iban siendo ordeñadas, mientras, tímidamente, algunas chimeneas empezaban a echar estelas de humo cano, al socaire de los pucheros en los que iban caldeándose las sopas de ajo, tan humildes, tan contundentes.
Mientras uno, muy niño entonces, se recogía frente a alguna abuela para escuchar historias de sacamantecas, de lechuzas que vigilaban las contraventanas que quedasen abiertas, de culebras que rondaban los pesebres intentando llegar a amamantarse de las ubres que rezumasen la miel de sus leches, mientras uno ya iba deseando recogerse en la casa, junto a sus abuelos, al rescoldo del fuego bajo de la cocina antigua, requemada y acogedora, dejándose vencer por el sueño que aparecía tan inmaculado, tan inocente ...
Y la luna se dejaba entrever, y la galvana ya había quedado al margen para el día siguiente, y uno repetía las oraciones enseñadas por su madre, por si acaso, mientras cerraba los ojos de niño, bajo el embozo almidonado, escuchando el aleteo continuo del cierzo recién levantado que anunciaría el declive invencible del verano que callaba y se dejaba iluminar por una bóveda de infinitas estrellas, en el páramo castellano, cuando yo era niño y aún no sabía de la galvana.

Torre del Mar julio – 2.017


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