Al atardecer, agostado el
terreno, enhiestos los cortos tallos, pajizos e hirsutos, tras la
cosecha practicada bajo la canícula, recogido el grano, enfardada la
paja, declinando la jornada de calor, azul índigo el cielo, calmo y
deslumbrante, al inicio de la anochecida que se apunta con medio
astro rey escondiéndose tras las lomas lejanas, al paso lento y
amodorrado del pastueño rebaño de ovejas trasquiladas que regresa,
cansinamente, tras la parsimonia vigilante del pastor que ya otea el
redil a las afueras de la aldea, y se adivina el campanil de la
ermita que anuncie el final de la jornada, una más, con la cosecha
abundante y feraz al resguardo de los silos repletos.
Rastrojeras inmaculadas de
amarillo extendido a ras de los terrones ajados de fertilidad
exprimida, como una estameña extendida sobre el paisaje ralo en el
ecuador del estío que arde, consumido, al atardecer del esfuerzo
cotidiano, al paso borreguil que vuelve a casa, al sosiego del
aprisco, al rescoldo de la noche estrellada que ya se anuncia.
Mientras se saca la hogaza
sobre la mesa y se echa un trago largo y fresco del búcaro
arrinconado. Y se parten sopas para engordar la sopa que humea, al
relente del hervor tenue, para luego dejar que escampe y temple la
contundente cena que ahormará los sudores de la jornada, al tanto de
la fatiga secular de los pastores y labradores que sueñan ya con la
cosecha segada y trillada, al paso de los corderos que ya van
naciendo, a rebufo de los balidos tranquilizadores.
Bajo el sosiego nocturno
de las rastrojeras, en el descampado adormecido, invitando a dejarnos
tumbar extasiados bajo la bóveda cristalina del firmamento cernido
sobre la calma interrumpida por el cri cri de los grillos que no
callan.
Torre del Mar julio –
2.017
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